Frente a una opinión -muy extendida- que valora, por encima de otros, al arte que huye de la belleza (también del objeto y de la obra acabada) aún quedan artistas que trabajan teniendo en cuenta esta categoría estética. Puede que la belleza en nuestra sociedad moderna, al llenarse de significados, se haya vaciado de sentido. Por ello hay quien tiene el atrevimiento de descalificar llamando bella a una obra de arte. Seguramente aplica malintencionadamente este calificativo confundiéndolo con lo que es simplemente amable. Por otra parte, la belleza no es patrimonio del objeto ya que la obra depende del sujeto que lo percibe. Exige un interés -especialmente- cuando es un arte desinteresado y libre de muletillas teóricas.
Personalmente prefiero una obra que brote natural hasta los ojos, sin necesidad de pirotecnia teórica, y sin un pesado andamiaje –justificación- que sólo sirve de lastre para la mirada. Es preferible que la obra de arte permanezca -o repose- latente...y muda.
Las piezas de María cuando estamos junto a ellas –no frente a ellas- trasmiten una belleza rara, como de algo que siempre estuvo allí pero que nunca fue visto por ojos humanos...como un bosque jurásico. Y como un bosque recuperado con pasión y delicadeza de un tiempo perdido se nos presenta ante la mirada, mineral, misterioso, y bello.
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